El lunes pasado sucedió algo que posiblemente la mayoría de ustedes ni siquiera lo notó: por primera vez en más de cinco meses de encuentro semanal, no salió el Newsletter de vive+. En Argentina el lunes era feriado, pero eso sólo pudo haber sido una excusa, dado que en general los textos los escribo antes, a veces bastante antes, y los envío el lunes puntualmente a las 12 del mediodía. ¿Qué pasó? Que otros temas me ocuparon, que no pude sentarme a profundizar alguna de las ideas, que no encontré la energía creativa. Pero en definitiva lo más importante que pasó es que decidí no escribir. Una pausa, una breve excepción en este acuerdo tácito de conversación semanal que mantengo con ustedes. Un permiso.
Me la paso escribiendo y haciendo contenidos sobre adquirir nuevos hábitos saludables, sobre no cuestionarnos acerca de los resultados y priorizar la construcción cotidiana, esa acción pequeña que implica lo que cada día hacemos y que en la acumulación de los tiempos que seguramente vendrán, se convertirá en una calidad de vida disfrutable, lejos de enfermedades y dificultades emocionales. Y me tomo un permiso. Como dice mucho mejor Paquito Amoroso que Alejandro Fantino: “Pará, pará, pará, pará…” ¿En qué quedamos?
¿Permiso para qué?
Empecemos por definir qué es un permiso. ¿Es una claudicación? ¿Es el inicio de la resignación? ¿Es el principio del fin que anula todo lo ya hecho e impide todo lo que haremos más adelante? Primero que nada, si es una pausa para discontinuar un mal hábito, eso no es un permiso: es una necesidad y una oportunidad para empoderarte y descubrirte con nuevas capacidades. Pero claro que, si hablamos de permisos que podemos o no darnos, estamos hablando de los que implican interrumpir un esfuerzo que venimos sosteniendo para sentirnos bien: para bajar de peso, para sentirnos más fuertes, para superar dolores articulares o recuperar la movilidad. Instalar en nuestras rutinas actividades que tal vez desconocemos y en las que nunca antes habíamos experimentado suele requerir que atravesemos procesos oscuros de prejuicio, de adaptación, de desconfianza, de mal humor y falta de entusiasmo. El cerebro hace un gran esfuerzo por rechazar lo nuevo, salvo que le genere una satisfacción inmediata. Si ir a una clase de baile o entrar por primera vez en nuestras vidas a un gimnasio es novedoso, esto va requerir un esfuerzo y no está del todo claro si servirá o no, nuestras neuronas buscan protegernos y buscan todas las formas de encontrar argumentos por los que no tiene ningún sentido empezar a hacerlo y es necesario interrumpir ese ataque de iniciativa. Y somos muy buenos construyendo esas explicaciones que buscan justificarnos. Ya les hablé en otra oportunidad del futuro y sus complejidades, paradójicamente somos pésimos para predecir lo que sí nos hará bien, incluso felices, nos contamos ideas y planes que pocas veces se cumplen y no vemos venir lo que estaba delante de nuestras narices.
Entonces es inevitable que se genere una permanente negociación entre nuestra conciencia, que puja por imponer un nuevo hábito en base a lo que sabe que puede construir, y las neuronas, que desde su base genética todavía creen que habitan el cuerpo de un cavernícola. Es el célebre enfrentamiento entre el bien y el mal, el primer gran malentendido que las narrativas de ficción pretenden instalar para simplificar su trabajo y hacerlo más efectivo. En muy pocos aspectos de la vida existe de verdad tal cosa como el bien y el mal, la mayoría de las veces estamos administrando, como podemos, este más o menos en el que vivimos. Y en medio de esa negociación entre los nuevos hábitos y la resistencia a los cambios es fundamental que aprendamos a discernir lo que nos sirve de lo que no. Y también a hacernos responsables de nuestras decisiones.
Sostener una actividad cotidiana, la que fuere, implica una disciplina que mínimamente debe verse reflejada en la realidad de lo que hacemos. Si en verdad somos discontinuos, nos activamos dos días sí y luego dos o tres días no, un mes nos enganchamos pero al siguiente tiramos la toalla, hay algo que no está funcionando bien. Tal vez es la actividad que elegimos, que puede ser que nos disguste, aunque es muy probable que sea el producto del trabajo disuasorio de las neuronas que sólo quieren que sigamos quietos, en lo posible comiendo algo dulce. En esos casos es importante insistir, ordenarnos, demostrarnos cada día que podemos tolerar y derrotar esa resistencia. Y mantener esta actitud de autoridad durante un tiempo hasta que, de a poco, empecemos a notar que ya nos sale más automáticamente, con menos discusiones en tu mente, tal vez hasta con las primeras señales de satisfacción por los logros que de a poco se empiezan a revelar.
Así como esa disciplina es una actitud muy buena y saludable, el exceso de exigencia puede ser muy nocivo. Y es ahí donde es vital que aprendamos a darle el lugar a los permisos, a las pausas momentáneas que nos dan la libertad de cambiar y no sentir que nos desmoronamos. En cuestiones referidas al ejercicio físico, el cuidado de la nutrición y la vida saludable en general, lo que importa no es lo que hagamos un día, sino el promedio de un período largo de tiempo, cuanto más largo sea, mejor. No importa cuántas veces saliste a caminar o fuiste al gimnasio esta semana: preguntate cuántas fueron en el último año. Y mejor aún: proponete un número para los próximos dos o tres años, uno que sea un poco ambicioso pero no tanto, algo a tu alcance.
Veamos un ejemplo hipotético para ser más claros. Pongamos que te gustaría entrenar (en las formas que fuese) 3 veces por semana. Si el año tiene 52 semanas, un objetivo optimista es que te propongas entrenar 150 veces en el año, con 6 días distribuidas a lo largo de los meses en los que elijas no hacerlo. Si después de un año revisás el cuadernito o la App en la que registraste tu ejercicio físico y comprobás que entrenaste 150 veces, claramente habrás cumplido tu objetivo. ¿Y qué pasa si contabilizás 140 jornadas en movimiento, sos un fracaso, mejor te dedicás a otra cosa y asumís que estás grande para estas cosas? ¡Nooo! Eso significaría que cumpliste el 94% de tu objetivo y en ese caso te habrás tomado nada menos que 16 días de permiso, ¡está muy bien! De nuevo: es una cuestión de promedio. Ni hablar si lográs mantener eso durante años, o incluso aumentar a 4 por semana la frecuencia de tus entrenamientos: tal vez después de los primeros 140 esfuerzos ya no te parezca tanto más intentarlo.
La clave es buscar el balance y procurar la continuidad. Si estás haciendo lo que te propusiste para sentirte bien, date los permisos que necesites en su justa medida y dale para adelante, dejando de lado el fundamentalismo y los grandes mandatos. Porque lo más importante es el recorrido, el camino que atravieses para llegar a esa meta, no tanto el número exacto, la métrica que quieras elegir para probarte si alcanzaste o no tu objetivo.
Otra hipótesis: supongamos que estamos hablando de algunos kilos que te gustaría bajar, pongamos que diez. No esperes resolverlo en uno o dos meses (aunque pueda haber quienes sí lo logran), date como mínimo un año de plazo y dejá de lado por un tiempo de la balanza, concentrate en el ejercicio, en lo que comés, en equilibrar tus consumos de calorías con tu gasto de energía. Y tal vez al año descubras que bajaste 8 kilos. ¿Entonces no valió la pena? Lo mismo: ¡noooo! Dale que vas bien, olvidate de nuevo de la balanza y seguí, profundizá, ya estás empezando a manejar ese nuevo hábito. Esos pequeños permisos que podemos darnos cada tanto, una día que elijamos no hacer ejercicio, o una semana que decidamos no escribir el Newsletter aunque ya tenga más de 700 suscripciones, son la base desde la que luego nos es más fácil impulsarnos para seguir.