Y cómo fue que terminé creando este proyecto.
Diciembre de 2020. Ese día sentí que no podía seguir corriendo con ese dolor.
Hoy quiero hablarles de mí. De lo que me pasó, de lo que padecí, de lo que tuve que cambiar, de lo que aprendí, de lo que tuve que desaprender. Físicamente en 2019 yo me sentía extremadamente bien. Con 52 años de edad y más de una década dedicado a entrenarme para correr maratones, aunque mi cuerpo envejecía, mi rendimiento atlético mejoraba año a año. Ese año logré mis mejores tiempos en 10, 21 y 42 kilómetros, con ritmos de carrera que para mí parecían asombrosos. Fiel a mi manera de ver mi actividad deportiva me preparé para seguir mejorando al año siguiente. Pero había algo que no estaba en mis planes (ni en los de nadie).
La pandemia global de coronavirus fue un desastre, con casi 15 millones de personas que perdieron la vida, sin duda la consecuencia más grave. Pero las cuarentenas que debieron implementarse para evitar que colapsaran los servicios esenciales de salud provocaron efectos físicos y emocionales que aún hoy estamos tratando de dimensionar.
Luego de la etapa más estricta de confinamiento pude retomar de a poco mis entrenamientos. Yo llevaba cinco, seis meses prácticamente sin hacer mucho más que un poco de gimnasia. Si bien mi entrenador me recomendó reiniciar los trotes con mucha cautela y buscando generar una progresión, la realidad es que nadie (ni entrenadores ni atletas) tenía experiencia en un parate tan extenso y tan absoluto. Y la excitación de volver a movernos al aire libre nos llevó a muchos a subestimar las consecuencias de un regreso abrupto y más allá de nuestras posibilidades físicas.
Luego de las primeras semanas empecé a sentir molestias en mi rodilla izquierda. Algunas semanas más tarde ya la molestia era un dolor que me impedía seguir trotando. También la articulación se me había llenado de líquido, suficientes señales como para detener los entrenamientos e ir a hacer una resonancia magnética. El informe determinó lapidariamente: “Rotura compleja del cuerpo cuerno posterior del menisco medial.” ¿Y ahora qué?
Fui a ver a Juan Nusfamer, médico traumatólogo y deportólogo. Nunca olvidaré sus primeras palabras al verme y leer el informe de la resonancia: “Edad más pandemia”. ¿Entonces era eso? ¿Es el envejecimiento el que provoca el deterioro inevitable de los tejidos, las roturas, las lesiones, las caídas? ¿Era el declive inevitable que ya había comenzado?
“Andá al gimnasio”, me dijo Juan, que fue el primero que me habló de la fuerza como un elemento de prevención esencial no sólo para hacer deporte sino para lo que me quedaba de vida por delante. Si quería recuperarme y, en principio, tratar de evitar la cirugía de menisco, debía empezar de inmediato a trabajar levantando peso. El primer objetivo era ganar masa muscular fundamentalmente en el cuádriceps, para tratar de suplementar el trabajo deficitario que hacía mi menisco y amortiguar el contacto entre la tibia y el fémur. A los 53 años, con más de 40 dedicado al deporte era la primera vez que alguien me sugería algo así.
Contacté a un kinesiólogo y empecé a hacer con él algunos ejercicios en mi departamento dos veces por semana. A partir de mi propia inexperiencia, mentalmente yo sólo estaba atravesando una rehabilitación, un proceso temporal, de uno o dos meses que eliminaría mis molestias y me devolvería la posibilidad de entrenar sin dolor. Todavía no estaba ni cerca de empezar a entender lo que me pasaba, aún me aferraba a la idea del profesional de salud que mágicamente “da en la tecla”, encuentra “el problema”, te da “la receta”, te prescribe “un tratamiento” o “un medicamento” y asunto resuelto.
Los primeros intentos de retorno al trote fueron frustrantes, los dolores en la rodilla persistían. De hecho eran permanentes, además se me había sumado otra lesión: una tendinitis rotuliana. De a poco me empecé a acostumbrar a convivir con el dolor, en especial por la mañana temprano, al levantarme rengueando de la cama. Y así empecé a buscar otras respuestas a la misma pregunta, sólo quería apagar ese dolor como quien aprieta un botón.
Terminé circulando por distintos especialistas, cada uno con su visión, con su marco teórico, con su propuesta distinta. Osteópata, kinesiólogo especialista en plantillas, otro traumatólogo. Fui probando lo que me ofrecían, ácido hialurónico, me infiltré la articulación con el plasma de mi propia sangre enriquecido con plaquetas, mi cuerpo se volvió un campo experimental. Pero mi rodilla volvía cíclicamente a llenarse de líquido, a inflamarse, a doler, a impedirme siquiera un mínimo trote, a renguear cada mañana. Los meses pasaban, yo hacía intentos de retomar muy de a poco los trotes suaves, pero estos a la vez empezaron a generarme contracturas muy fuertes en los gemelos. Paré y retomé mil veces sin lograr continuidad.
Ya llevaba un año y medio desde el primer diagnóstico, más todo el año de pandemia, cuando sumido en la desesperanza volví a visitar a Juan Nusfamer, que de nuevo me sugirió: “Andá al gimnasio”. Juan me animó a no abandonar, me volvió a hablar de la fuerza, de entrenar la fuerza, de la importancia de los músculos. Según él ahí estaba el verdadero potencial de una recuperación en la que cada vez me costaba más confiar. Y así fue que conocí a Mauro Amor, kinesiólogo especializado en deportes y focalizado en el entrenamiento de la fuerza.
Mauro no prestó mucha atención a mis rezongos por todo lo que había pasado antes, simplemente me puso por delante una rutina de una hora, tres veces por semana y un gimnasio entero a mi disposición. Al mes descubrí que se había ido la tendinitis rotuliana. Pero aunque los músculos de mis piernas empezaban a aumentar de volumen, el dolor al trotar persistía. Y peor aún: la articulación se me empezó a trabar.
– El camino es la cirugía, emprolijar esa rodilla, sacar lo que está roto y dejarla en mejor condición. Y seguir sin dudar con el trabajo de fuerza.
– ¿Cuánto tiempo?, quise saber.
– El resto de tu vida, siempre te va a hacer bien.
Me sacaron un pedazo de menisco en una artroscopía que duró 40 minutos, con la hipótesis de que a los 45 días estaría en condiciones de trotar. Fueron 8 meses. Seguí levantando pesas tres veces a la semana y empecé a trotar en una pileta con el agua por debajo de la cintura. Mis compañías en la piscina eran las mamis y los papis en la clase para bebés, o las señoras de la clase de aqua gym (¿por qué nunca hay señores en esas clases?). Yo ya empezaba a ser parte de ese universo de jubilados, personas que sólo pueden pensar el movimiento en términos de rehabilitación, de tratar de evitar el dolor. Sin embargo, no perdía la convicción y seguía para adelante. Y un día, en el intento número mil de retorno, de pronto el trote dejó de generar dolor.
Ya pasó un año y sigo trotando sin dolor. Y en pocos días me enfrentaré de nuevo a una maratón de 42 km. Visto en retrospectiva parece un análisis obvio, el diario del lunes a veces nos explica situaciones de una manera en que parece que no podía haber resultado otra consecuencia. ¿Cómo no la vi venir, si era tan obvia? La pérdida de masa muscular y a la vez el descenso de la capacidad que esos músculos que aún estaban determinó un debilitamiento general de mi estructura esquelética y ligamentaria, que al retomar el entrenamiento post pandemia había colapsado por la parte más delgada del hilo: el menisco de la rodilla izquierda. El problema no era la edad, era la falta de fuerza.
El paso de los años debilita nuestra estructura esquelética y muscular que tiene su esplendor después de los 20, de ahí en adelante hay una merma que es inevitable. Las que sí se pueden evitar son las consecuencias graves: una persona longeva es bastante más débil que una joven, pero una persona longeva entrenada es mucho más fuerte y sana que una persona longeva que no entrenó. He ahí la clave y lo más importante que pude extraer de toda esta experiencia. La sarcopenia es una horrible palabra que define la pérdida de masa muscular. Lo que generó mi lesión era sólo el comienzo de muchas más dolencias que me esperaban si no generaba un cambio radical. Hoy la ciencia afirma incuestionablemente desde sus más prestigiosas fuentes de difusión que mantener en forma la musculatura es un excelente predictor de una mejor y más larga longevidad.
Para mí fue una gran revelación, un aprendizaje que seguramente me acompañará por muchos años y entre otras cosas me llevó a empezar a imaginar este proyecto. No necesitaba ni un tratamiento, ni una medicación, ni una plantilla, ni un reacomodamiento de mi esqueleto: necesitaba más fuerza. Y ese poder muscular no sólo me daría la posibilidad de volver a entrenar para correr maratones: sería también la llave de entrada a una longevidad diferente en la que por esos días empecé a imaginarme corriendo para siempre.