Sé de lo que hablo porque lo vi, lo viví. Creo que la gran mayoría de las personas debe conocer algún caso de alguien que se cayó, casi siempre una persona mayor de 70-75 años, y ese fue el inicio de una gran cantidad de calamidades y padecimientos. Te quiero contar sobre tres casos con referencias muy cercanas, preservaré sus identidades sólo por discreción. Sara, de 83 años, ya tenía algunos antecedentes con porrazos, fracturas y algunas lagunas cognitivas, sin embargo todavía se las arreglaba para vivir sola y no quería saber nada con la idea de pensar alguna alternativa a este modelo. Un domingo a la mañana, mientras abría las ventanas para ver la luz del día, se cayó y quedó desparramada en el piso de su living, sin fuerzas para poder levantarse. Se salvó gracias a la milagrosa intervención de una vecina que apareció, alertada por la hija de Marta que la llamaba y no lograba que le atendiera. Unas tres o cuatro horas más tarde, la vecina logró meterse por una ventana y así encontró a Marta, aún caída, aún incapaz de ponerse en pie. Marta tenía dos costillas fracturadas, por lo que estuvo dos semanas en cama, incapaz de hacer mucho más que ir al baño, si alguien la ayudaba. Fue el principio del fin de la independencia de Sara: unos días más tarde fue a vivir a una residencia geriátrica, única alternativa viable de acompañarla 24 horas, ya que su hija vivía en otra ciudad.
Eduardo tenía 82 años, vivía con Tita, su esposa de toda la vida que ya hacía un buen tiempo tenía Alzheimer y era incapaz de organizar su vida y comprender lo que pasaba a su alrededor: todo dependía de Eduardo. Una madrugada de invierno Eduardo se levantó para ir al baño y no se sabe cómo ni por qué, se cayó en el pequeño toilette y ahí quedó. Lo encontró la empleada doméstica que llegó como cada día a las 9, Tita ni se había enterado de lo que había pasado. Eduardo no tenía fracturas pero aún así fue internado y nunca más se pudo levantar de la cama, quedó postrado. Tres meses más tarde murió, débil, sin más reservas físicas ni anímicas.

Chola tenía 92 años y vivía sola, unos meses después de enviudar. Por más que sus hijos la visitaban regularmente y una mujer la ayudaba en los quehaceres diarios, tenía la costumbre de bañarse cuando estaba sola en la casa. Un atardecer cayó en el suelo del baño al querer salir de la bañadera y no tuvo las fuerzas para ponerse en pie. Así quedó durante 24 horas, desnuda y dolorida en el suelo, hasta que uno de sus hijos pasó a visitarla. Chola no se fracturó y para ella sólo fue un gran susto, que no alcanzó para ayudarla a tomar conciencia: aún vive sola y se sigue bañando en las mismas condiciones, no cree que haya algo significativo para cambiar.
Son escenas dramáticas, que nos cuesta asimilar, que muchas veces no nos atrevemos a imaginar siquiera. Pero es clave precisamente comprender el alcance tremendamente negativo que pueden tener para hacernos reaccionar. No tengo dudas de que conocés historias similares, son absolutamente cotidianas y son una enorme señal de alerta para ayudarnos a tomar precauciones. Lo bueno es que hay mucho para hacer al respecto y caerse no es una manera lógica y natural de envejecer, es algo que podemos prevenir.
El golpe invisible
Cada año, en todo el mundo, más de 684.000 personas mueren por una caída accidental. Lo leíste bien: caerse es la segunda causa de muerte accidental global, sólo detrás de los accidentes de tránsito. La mayoría de estas muertes ocurre en países de ingresos medios y bajos, como el nuestro.
Pero eso es solo el comienzo. Las cifras se vuelven aún más dramáticas si sumamos a quienes sobreviven: cada año se registran más de 37 millones de caídas graves que requieren atención médica. Es decir, hay millones de personas que no mueren… pero ven su autonomía derrumbarse de un día para el otro. En el grupo de mayores de 65 años, las estadísticas son aún más escalofriantes: entre el 28 % y el 35 % se caerá al menos una vez cada año. Es decir, 1 de cada 3. Una caída no es solo un golpe. Es, muchas veces, el comienzo del fin.

Pérdida de independencia, de movimiento y de confianza
En Argentina a veces las estadísticas son un poco escasas, no siempre queda debidamente registrado, por ejemplo, por qué se mueren las personas. Sin embargo, en Estados Unidos se sabe que 1 de cada 4 adultos mayores sufre una caída al año. De esas caídas, el 10 % termina en lesiones serias. Y aunque parezca poco, basta una fractura de cadera para cambiar la vida entera de una persona.
El 5 % de los adultos mayores que caen terminan hospitalizados.
Muchos de ellos no vuelven a caminar igual.
Otros pierden la confianza, dejan de salir de casa y se encierran.
Y no pocos entran en una espiral de dependencia de la que no logran salir.
A esto se le suma un fenómeno silencioso pero devastador: la ansiedad post-caída, un miedo persistente a volver a tropezar, muchas veces esto termina en la decisión de no salir de sus casas, de moverse sólo lo indispensable. La paradoja es que se pasa a temer el movimiento, cuando en verdad la causa de las caídas es la debilidad muscular y la falta de movimiento. Se estima que afecta al 60 % de los mayores que han sufrido una caída. El miedo los paraliza, los lleva a moverse menos y, paradójicamente, eso aumenta el riesgo de volver a caer.
El costo oculto
Los efectos no son sólo personales. También hay consecuencias económicas y sociales. Siguiendo con los números en EEUU, los costos directos derivados de caídas superaron los 80.000 millones de dólares en 2020. Entre 2016 y 2018, más de 922.000 personas mayores fueron hospitalizadas por caídas. Imaginá ese mismo impacto en un sistema de salud más frágil como el nuestro, con menos recursos, menos camas, y menos especialistas. Las caídas son una epidemia silenciosa, pero prevenible.
Caerse no es parte de envejecer
Durante décadas nos hicieron creer que caerse es “parte de hacerse viejo”. Pero la ciencia hoy lo desmiente: la mayoría de las caídas en adultos mayores pueden prevenirse. La causa real no es la edad, sino la debilidad muscular, la falta de equilibrio, el uso de medicamentos inadecuados, o entornos inseguros. Incluso muchas veces, como en los que les conté al principio, el problema no es tanto la caída en sí como la incapacidad de ponerse nuevamente en pie. El secreto está en la fuerza. Y claro que sí, todo esto puede abordarse y prevenirse. Cambiar el paradigma implica entender que la vejez no tiene que ser sinónimo de fragilidad. Pero eso implica necesariamente adoptar hábitos antes, varios años antes y no en el momento en el que ya puede resultar demasiado tarde.

Las soluciones existen (y funcionan)
Las caídas no son una condena. Son un desafío que se puede anticipar. La intervención más efectiva para reducirlas es clara: es necesario hacer cotidianamente ejercicios que combinan fuerza y equilibrio. Está demostrado que este tipo de programas:
Reducen el riesgo de caídas en un 31 % al cabo de un año.
A dos años, el beneficio sigue siendo alto: 21 % menos riesgo.
También se suma lo que se conoce como enfoque multifactorial, que incluye:
Revisión de la medicación (algunos fármacos aumentan el riesgo de caídas).
Modificaciones en el hogar (iluminación, alfombras, pasamanos).
Evaluación de la visión, audición, y salud podológica.
Actividades sociales que reduzcan el aislamiento.
¿Quién está en riesgo?
Hay herramientas simples para detectar el riesgo antes de que aparezcan las caídas. Un estudio reciente utilizó un índice para clasificar el riesgo en adultos mayores:
Con test simples, como el test de equilibrio de 30 segundos, se puede identificar ese riesgo en adultos incluso de mediana edad.
La prevención puede comenzar hoy, aunque no tengas 80 años. Porque cada década previa es una inversión en tu autonomía futura.
¿Qué debería hacer el sistema?
A nivel de políticas públicas, también hay mucho por hacer, ni hablar en países como los de América Latina en los que la salud pública atiende únicamente lo básico e imprescindible (y cada vez menos). Las recomendaciones de los organismos internacionales sugieren:
Incluir la prevención de caídas en los planes de salud pública.
Modificar códigos de construcción para hacer los hogares más seguros.
Formar a profesionales de la salud en la detección temprana.
Promover entornos urbanos amigables con las personas mayores.
Europa ya está implementando estas estrategias con protocolos adaptables a cada país. Y América Latina debería empezar a mirar en esa dirección antes de que el costo social sea insostenible.
La fuerza como medicina preventiva
Lo dijimos muchas veces en vive+, pero esta vez adquiere un nuevo nivel de urgencia: la fuerza física es salud. Es prevención. Es autonomía. Es libertad. Cada kilo de músculo ganado es una caída evitada. Cada centímetro de equilibrio recuperado es un paso más sin miedo. Cada hábito que cultivás hoy, es un golpe menos que te puede tumbar mañana.
Las personas mayores no se caen porque envejecen. Se caen porque se debilitan sin haber sido entrenadas para lo contrario. Y como sociedad, muchas veces las dejamos caer sin ofrecerles la red que podrían haber construido décadas antes. Este texto es una invitación a repensar lo inevitable. Porque envejecer sí es inevitable. Pero caerse no tiene por qué serlo.