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Saltar al vacío

Cómo me preparé para enfrentarme a lo desconocido

¿Por qué corro 42 km?

Hola, ¿cómo estás? Yo todavía sigo subido a mi propia ola de alegría autofabricada con la concreción de mi nueva maratón de 42 km, la número 11 en mi vida, la primera en cinco años luego de atravesar lesiones e impedimentos varios. Lejos estoy de querer señalarte esta actividad como la única, la correcta, la que corresponde para tener una vida saludable: es la que a mí me gusta y ahí está la clave. Y por eso quiero contarte un poco más al respecto.

Desde la primera de 42K que corrí (Rosario 2011 en 3:39:31) comprendí que se trataba de una experiencia distinta, que me lleva a un límite físico y mental. Cuando uno corre carreras de otras dimensiones, por ejemplo 10 km o incluso 21 km, son esfuerzos que uno conoce porque los entrenó. Son distancias que recorriste muchas veces en las semanas previas y el día de la competencia llegás a la largada con el propósito de hacerlo un poco mejor, tal vez un poco más rápido.

La dimensión desconocida

Para correr 42 km no se entrena nunca 42 km. Como “The Twilight Zone” aquella serie en blanco y negro de principios de los años 60, la maratón es un territorio desconocido, porque atravesarlo es un exceso, porque implica un desgaste muy importante que luego de hacerse requiere unas semanas de recuperación. Lo máximo que suele entrenarse un mes antes de la carrera es un fondo de 32 km, que en mi preparación reciente me llevó 2:42:00. Para el día de la maratón quedan en suspenso esos últimos 10 km que la convierten en un salto al vacío. Como quien se propuso ser paracaidista y un día se encuentra por primera vez en el avión a cinco mil metros de altura. Sólo queda enfrentar ese abismo y llegar abajo con vida.

Esos últimos 10 km que nadie entrena son tan complicados que muchos atletas se topan con algo que suele conocerse como “el muro”. No es otra cosa que el agotamiento físico que se traslada a lo mental y genera un bloqueo que dificulta o directamente impide que se pueda completar la carrera. El muro en sí no existe, es sólo una mala administración de la energía, del ritmo de la competencia. Pero aunque no sea real en todas las maratones se ven runners que se lo siguen llevando por delante.

Enfrentarse a lo desconocido es también una manera interesante de conocerse a uno mismo, de aceptarse, de saber de qué somos capaces a la hora señalada. ¿Podremos, estaremos a la altura? Hay que llegar hasta allí y comprobarlo.

¿Cómo puede gustarme ESO?

Entrenar trote cinco o seis veces a la semana, más dos o tres sesiones de fortalecimiento es un trabajo duro. Lleva tiempo (en promedio 12 horas semanales), implica disciplina (para entrenar al amanecer, con frío, con calor, con lluvia) y requiere bastante esfuerzo físico, lo que genera la necesidad de alinear otras conductas como la alimentación y el descanso.

Diciembre de 2023, de regreso de entrenar bajo la lluvia

Preparar una maratón de 42 kilómetros es como subir una montaña muy alta. Es complicado pero podés lograrlo si te aferrás al método. Nadie se levanta un día y escala el Everest como se le ocurre, por un camino desconocido y sin una preparación adecuada. En principio es fundamental incorporar la idea del largo plazo con consistencia, con constancia, con un plan.

Una de las características que me gustan de los 42 km es que es muy difícil. No solemos enfrentarnos voluntariamente con muchas situaciones realmente complicadas, salvo que caigamos inevitablemente en hechos imprevistos como accidentes, enfermedades, crisis laborales, de pareja, etc. Pero en general preferimos no elegirlas, no entrar voluntariamente al martirio. Yo me meto solo en ese pasillo que me llevará a subir lentamente la pendiente de mi propia resistencia.

Si todavía te preguntás por qué lo hago, creo que la respuesta es obvia: porque me encanta. Porque me entusiasma enfrentar un desafío de esta naturaleza, poner en jaque mi capacidad de aprender, de trabajar, de llevar a cabo un plan, de superarme. Y que todo eso me sirve para algo hermoso y simple que tienen todos los deportes: jugar. Yo corro como cuando era un pibe, en la colonia de verano tenía 6-7 años y me apodaban “Ardilla”. Siempre busqué el movimiento, yo me muevo y me siento vivo.

Por si no queda claro: me preparo para hacer lo que me gusta de la mejor manera posible. Pero no se trata de una receta infalible para cualquiera. Para tener una vida saludable no hace falta que corras 4 horas, ni que te anotes en una competencia, hay decenas de variantes a explorar que pueden llegar a entusiasmarte, a ayudarte a derribar las barreras de resistencias al ejercicio que lógicamente surgirán. Yo entreno running hace 17 años y aún hoy hay días que a la mañana desayuno y me digo: “¿y si hoy no entreno?”. Sin dudar sigo para adelante como un soldado, parte de la linda sensación que suele acompañarme al terminar cada sesión de entrenamiento, esa descarga hormonal de endorfinas, serotonina, dopamina y oxitocina que nos hace sentir muy bien, es por haber derrotado un día más a esa resistencia mental al esfuerzo, una reacción natural de nuestras neuronas cavernícolas que nos invitan a ahorrar esfuerzos.

Prepararse para la batalla

Entrenar razonablemente bien una maratón de 42 km requiere de al menos 6 meses de trabajo. Las distancias se van alargando de a poco, la gran mayoría de los trotes se deben hacer a un ritmo cómodo o muy cómodo. Es el trabajo aeróbico que hace que nos movamos de una manera sostenible, con una energía renovable que nuestro cuerpo es capaz de aguantar. Un mes antes de la carrera se alcanza el pico de exigencia. Mayo de este año fue el mes que más corrí en mi vida (365 km) con más de 90 km por semana. Pasado ese esfuerzo, vienen las semanas previas en las que de a poco bajan las distancias recorridas y aumenta la ansiedad.

Tres semanas antes de la carrera me enfermé. Como tantas personas en Argentina y en países de la región, me contagié de Gripe A, una influenza particularmente severa que me tuvo 5 días en cama con fiebre. La semana siguiente no tenía energía, cuando finalmente pude intentar los primeros trotes no podía imaginar cómo completar los 42 km dos semanas más tarde.

La maratón tiene ese ingrediente extra que la vuelve más difícil aún: el factor ambiental, la coyuntura, algo que altera la preparación final, el clima, los detalles finales que pueden condicionar la experiencia en este caso se potencian. La última semana ya me sentí bastante bien y la confianza regresó. Pero los pronósticos climáticos anunciaban un amanecer helado para el 30 de junio en la ciudad de Rosario: sólo 1 o 2 grados. Metí en el bolso variantes de ropa de abrigo y traté de no estresarme, imaginé que finalmente no sería tanto el frío. Al despertar ese domingo la temperatura era -3.6° ❄️🥶.

Y entonces falta un rato para largar y vienen a la mente todas las preguntas. La gripe, el frío, la lesión que me postergó 5 años, la edad… ¿quién me manda? ¿Para qué tanto? Ya basta de pensar, es hora de correr.

El amanecer en el Monumento a la Bandera es imponente. Como no hay viento, me sorprende no sentir tanto el frío y también comprobar que la gran mayoría de los maratonistas están en shorts y musculosa. Yo estoy preparado para correr en la Antártida. Largamos y que sea lo que sea. La primera mitad de la carrera, en general me pasa lo mismo, es como estar en Disney. La sonrisa a flor de piel, la comodidad de las piernas y la respiración, la atención puesta en el recorrido, en los barrios que atravesamos, la gente que alienta, los automovilistas que protestan con sus bocinas.

Y así llego a la mitad de la carrera habiéndome cuidado muy bien de uno de los típicos errores que pueden cometerse: el exceso de confianza. En esos primeros 21 km es tal la energía, es tal la comodidad con que se trota que suele generar la idea de que de verdad uno puede ir más rápido. Y entonces empiezo a ver pasar mi ego sin que esto logre afectar mi orgullo. Cientos de corredores y corredoras van más rápido que yo, me pasan y me hacen notar que yo 5 años atrás corría así de rápido. Nada me importa, ése es el ritmo planeado y no hay nada que cambiar. Poco después me pasa una señora que tendrá unos 65 años. Yo sé que no se habla de los cuerpos ajenos pero la señora no parece estar taaannn entrenada. Sin embargo me deja atrás y sigue alejándose como quien sabe perfectamente lo que hace. Bravo por la señora.

A los 26 km pruebo acelerar un poco y empiezo a ser yo el que supera a otros maratonistas. Me dura poco el optimismo, al rato llego a los 32 km y al atravesar el límite hacia lo desconocido tengo que volver al ritmo inicial. No queda tanta nafta en el tanque y no quiero que nada me impida tener un final feliz.

Y en esos kilómetros finales empiezo a acordarme de todo lo que atravesé, de las incertidumbres, de los días en los que no podía correr ni 100 metros y me preguntaba si ya no podría hacerlo nunca más. Me olvido de la gripe, del frío, de los dolores que ya no están y me acuerdo de mi entrenador, Oscar Ojeda, que siempre me ayuda en la preparación y que personalmente también atraviesa su propia rehabilitación post quirúrgica haciendo mucho trabajo de fuerza. Me acuerdo de todas esas mañanas en el gimnasio con mi kinesiólogo, Mauro Amor, que siempre me llevó a confiar y seguir trabajando. Me acuerdo también de muchos de ustedes que me escriben mensajes de apoyo, que valoran lo que les propongo y me llevan a redoblar la apuesta. Por supuesto también me acuerdo de mi amor, Roxi, que siempre me acompaña, me apoya y me espera en el final.

Llegar a la meta es hermoso, es una descarga de energía, de emociones, de lágrimas, de certezas que se acomodan y ajustan todo. Mi tiempo es 3:41:28, es muy bueno para mis 57 años (llegué 18° en mi categoría), pero eso es lo que menos importa. Sentir que todo lo hecho valió la pena trae la calma y me lleva de nuevo al inicio, a empezar a pensar en cuándo, en cómo, en dónde me volveré a enfrentar a los demonios y los dioses que sobrevuelan esta increíble experiencia de correr.

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